En
1926 las primeras planchas de vapor fueron consideradas unos artilugios que no
cubrían una necesidad auténtica, pese a que, según se aseguraba, su persistente
humedad impedía chamuscar la ropa. Toda vez que un planchado cuidadoso también
evitaba la chamusquina. La novedad no tuvo éxito. En los años cuarenta, los
confeccionistas presentaron una amplia variedad de tejidos sintéticos a prueba
de manchas y que casi no necesitaban planchado, pero las pocas veces que lo
requerían podían derretirse como la cera bajo una plancha caliente y seca.
En
tanto las primeras planchas de vapor sólo tenían un orifico de salida, las que
aparecieron en los cuarenta tenían dos. Después llegaron a tener cuatro y hasta
ocho. Los orificios se convirtieron en un ardid de marketing. Si ocho eran
útiles, dieciséis habían de doblar el atractivo. Los agujeros, claro está, se
hicieron cada vez más pequeños.
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